El mundo que nos rodea nos proporciona constantes estímulos que activan la percepción de lo que consideramos nuestra realidad. Sin embargo, la apreciación de ese fenómeno que entendemos como realidad varía sustancialmente entre un observador y otro. Incluso entre aquellos que comparten el mismo espacio territorial y cultural.

Esta diversidad de criterios que, en algunos casos, llega a generar conductas y opiniones antagónicas, refuerza la idea de que “no vemos el mundo como es, lo vemos como somos”. Al margen de que no se conoce quién ha formulado esa acertada frase, lo cierto es que expresa de forma muy inteligente que la percepción de la realidad obedece a infinitas causas, que trascienden la objetividad del observador sobre lo que desea conocer.

La filosofía fue una de las praxis que, mediante diferentes metodologías, buscaron especular sobre supuestas verdades que permitieran ampliar el conocimiento.

En griego, filosofía significa “el amor o la búsqueda de la sabiduría”, señala André Comte-Sponville en su libro La filosofía: qué es y cómo se practica. Pero mucho antes de la propuesta de los filósofos presocráticos, que sostenían que el fundamento de la realidad se encuentra en el interior de la propia naturaleza, las antiguas escuelas filosóficas de la India afirmaban —hace unos cinco mil años— que la percepción de las cosas varía, para el observador, en función de condicionamientos y paradigmas adquiridos. Y enfocaron más su atención en elaborar metodologías prácticas, entre las cuales se destaca la meditación.

Esta técnica consiste en concentrarse y no racionalizar ni pensar en nada. Simplemente posar la mente sobre el objeto observado hasta que ella se infiltre en el objeto. El escritor DeRose, en su libro Meditación y autoconocimiento, explica que el estado de meditación se alcanza cuando el observador, el objeto observado y el acto de observación se funden en una sola cosa.

hombre medita al amanecer sobre las montañas

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En este sentido, el estado de conciencia expandida que proporciona la meditación equivale a forzar otro nivel de existencia, a transformarse en otro modo de ser.

Un importante comienzo es la autoobservación: ver cómo entendemos las cosas y cuál es la base de nuestras reacciones automatizadas. Observarnos, conocernos en profundidad y facilitar los cambios. Aceptar que la vida misma y su evolución es un acontecer constante, favoreciendo el misterio del devenir y haciendo del conocimiento un territorio de cambio positivo.

Cualquier intento de ignorar o negar este acontecer, basándonos en los condicionamientos y automatismos que tenemos incorporados y permitiendo que el miedo se imponga a lo nuevo, será frenar la hermosa posibilidad de superarnos y construir una mejor versión de nosotros mismos.

Es bueno recordar que, si bien queremos favorecer el proceso de permanente transformación, en ningún momento es posible dejar de ser de una forma determinada. Pensemos que no somos únicamente ese ser que estamos siendo: somos además una construcción que desde su historia se proyecta al futuro. En palabras de Nietzsche, todo ser humano está convocado a hacer, de su vida y de sí mismo, una obra de arte.